Lo que más me gustaba de Laura eran sus gatos, me gustaban porque no eran como los demás, cuando les acariciabas el lomo no maullaban en señal de agradecimiento, sólo lanzaban la mirada gris del que se sabe querido. Las visitas vespertinas eran deliciosas por los gatos y su caminar discreto por la barda del jardín. Eran tres, eran una familia. La madre era hija de la gata de la tortillería, el padre hijo de una anónima gata del mercado, cada uno venÍa de una generación de gatos obreros, de gatos que luchaban día a día para ganarse el pan, y eso se notaba, aún los mayores guardaban un rastro de humildad, pero el menor que había nacido en el confort de la casa burguesa no podía ocultar su altanería, sus aires de niño de buena familia.
No habían pasado muchos días desde esa tarde de la despedida. Las tardes se volvieron mucho más aburridas. Cuando aún estaba con ella y alguna vez no podía asistir a mi cita diaria, pensaba en los gatos, en qué estarían haciendo, los mayores tal vez estarían aseándose con esa lameteo húmedo y tibio, el más pequeño tal vez estaría jugando con una bola de estambre; pero las tardes siguientes a la última visita fueron de desesperación absoluta, me parecía escuchar por momentos el eco del ronroneo constante, no podía mas que fumar un cigarro tras otro, tras otro, tras otro.
Una tarde al fin me decidí y me lancé a la calle, subí al camión y me bajé en la puerta de casa de Laura, toqué el timbre. Cuando Laura abrió la puerta y me vio aún tenía los ojos hinchados y con un pañuelo desechable se secaba las lagrimas de las mejillas. Laura se lanzó a mis brazos exclamando con alegría -¡Volviste! Desde el marco de la puerta pude observar en el pasillo a los tres gatos con sus miradas fijas, como de bienvenida, sólo pude asentir con la cabeza. Lo que más me gusta de Laura son sus gatos.
Ana Cruces G.
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